Estábamos de visita en el Museo de nuestro amigo Juan Foster, en el corazón de Misiones. Caminábamos por el monte, en senderos abiertos a machete, que nos llevaba a espacios donde este científico rescataba y estudiaba a diferentes especies.
Mientras andábamos, nos contaba sus aventuras fantásticas por el mundo y cada tanto se interrumpía con frases como: «acá está la familia puerco espín, no los asusten o van a perder sus púas y las necesitan para defenderse!» o «ese yacaré está casi sano, vean como se asoma». Me detuve frente a una jaula enorme, que parecía que solo encerraba la fresca y húmeda selva. Don Juan me dijo que ahí se estaba recuperando un pájaro fabuloso. Quedé muy quieta, intentando ver más allá del enredo de plantas.
No la vi llegar. De repente, apareció de pie frente a mí. Teníamos la misma altura y su mirada se clavó en la mía. Demoré en comprender que ese era el pájaro del que hablaban, una de las águilas más grandes del mundo. Su cara chata, enmarcada por una corona de plumas, destacaba sus ojos penetrantes. Parecía que quería comunicarse… o hinoptizarme. Estiré la mano intentando tocarla, cuando mi mamá me alzó en sus brazos, asustada. La arpía, en ese instante, extendió sus magníficas alas y desapareció de nuestro alcance.
Quedamos en silencio, cada uno guardando dentro de sí lo que la escena le había provocado. Entonces, don Foster contó, que siempre había tenido ayudantes de la comunidad mbyá, que le enseñaban sobre la flora y fauna de la zona. El día que llegó al museo el ave de un metro de altura, sus ayudantes salieron corriendo aterrorizados. La conocían muy bien, capturaba a sus bebés como presas, ante el menor descuido. Le aseguraron que ninguno volvería mientras ella estuviera allí.

Ese lugar, era el sube y baja de emociones de mi infancia. Allí vi a Foster sacar víboras venenosas del serpentario, con la mano desnuda y sin protección. Viví la experiencia escalofriante de entrar corriendo al salón que tenía las paredes cubiertas de coloridas mariposas -tan parecidas a las hadas- para descubrirlas, clasificadas y clavadas con un mortífero alfiler. Pero ninguno de esos recuerdos, superó el impacto del encuentro con esa enigmática belleza gris, de ojos marrones tan humanos, que me miraron con la profundidad de quien comprende. Y de quien conoce el poder de estar en la cima de la cadena alimenticia.