¿Alguna vez imaginaron estar en el interior de una de las pirámides más grandiosas del mundo? Respiren hondo, el camino por el apretado pasadizo puede incluir sensaciones asfixiantes.
Cuando visité las famosas pirámides de Guiza, pude conocer por dentro la de Kefrén. La entrada que me llevaría al centro de la pirámide, era un insignificante hueco rectangular, hacia donde fui, después de traspasar a los cuatro guardianes, vestidos con sus blancas y largas túnicas con turbantes.
Entré junto a la fila de turistas, obligadamente agachada por el bajo y estrecho pasadizo socavado a los bloques de la pirámide. Pude identificar susurros en diferentes idiomas, que hablaban de la gran cantidad de piedras que teníamos encima, casi dos millones de bloques, de 3 toneladas cada uno. Decidí no pensar en eso, no me ayudaba a combatir la sensación de ahogo que empezaba a embargarme.
Tenues luces artificiales, me dieron la tranquilidad de ver donde pisaba y apoyaba las manos al caminar, mientras alejaba de mi mente nítidas imágenes de alacranes. El aire se sentía seco y polvoriento, probablemente por nuestros mismos pasos ahí dentro.
Finalmente llegué a un salón enorme, donde logré liberar la sensación de opresión. Sus paredes no tenían jeroglíficos, ni adornos, excepto por el enorme grafitti de quien descubrió la entrada, un explorador italiano que tuvo la osadía de dejar su nombre en la pared de la última morada del faraón: «Scoperta da G. Belzoni. 2. mar. 1818.».
Al fondo, estaba vacío y frío el sarcófago de Kefrén, tallado en una sola pieza de granito negro. Recorrí el lugar, recordando las preguntas aún sin respuesta sobre esta cultura. Las demás personas no demoraron su estadía, quizás apremiadas por el encierro. Diferentes grupos entraban y salían rápidamente. Preferí aprovechar la experiencia un poco más.
Al cabo de un tiempo, volví sobre mis pasos hacia el pasadizo de salida. Iba absorta en mis pensamientos, tratando de imaginar qué habrían sentido quienes fueron parte de esta obra faraónica. Entonces, advertí que algo en mi entorno era diferente. ¡había quedado sola en el interior de la pirámide! Era insólito. Con miles de personas de todo el mundo recorriendo ese lugar, que el flujo de entrada y salida se hubiera sincronizado de tal manera, que todos salieran y nadie volviera a entrar en ese lapso de tiempo.
Lo tomé como un regalo. Cerré los ojos, y aproveché para intentar escuchar qué tenían para decirme esas paredes, qué sentires traía lo que ahí me esperaba. Me dejé impregnar por el olor a piedra antigua que flotaba en el espeso aire. Puse una mano en el corazón que me palpitaba con fuerza…
Retomé la salida lentamente. Al final del pasadizo asomaba el sol y se oía el bullicio de la gente. El aire se volvió liviano. Los guardianes me observaron con curiosidad. Todavía emocionada los miré a los ojos y agradecí en árabe: «shukran». Entonces, con la solemnidad del desierto, cada uno de ellos respondió en su lengua, con una mano en el pecho. Fue un instante místico, como si mi emoción -que no los sorprendió- nos hubiera aunado en algo más allá de mi entendimiento.
Hay algo de lo que allí percibí que aún no logro explicar con palabras, implica un universo mucho más amplio de lo que logro expresar. Quizás solo los jeroglíficos tenían esa capacidad de traducir lo que, a veces, en esas ancestrales pirámides puede suceder.